Hace un año, el pequeño hobbit Bilbo Bolsón inició, junto al mago Gandalf, un épico viaje para ayudar a nueve enanos a recuperar su hogar y sus riquezas de las garras de un feroz dragón. Era el comienzo de la segunda gran incursión de Peter Jackson en la Tierra Media tras El Señor de los Anillos.
El Hobbit, un ligero cuento de poco más de 300 páginas, daba así, bajo el título de Un viaje inesperado, su primer paso como trilogía cinematográfica de largo metraje. Ahora, poco antes de Navidad, llega a los cines la segunda parte de la aventura, La Desolación de Smaug, una continuación en toda regla que se enfrenta al reto de partir con una historia ya empezada y la imposibilidad de ofrecer nada parecido a un final (para eso habrá que esperar al tercer capítulo). Esta segunda entrega de El Hobbit es un segundo acto arrancado de su contexto, un trozo de película más que una película entera.
Eso sí, es un trozo muy largo (160 minutos) y también trepidante, con acción desenfrenada y torrente de efectos especiales casi desde el primer minuto. Osos, arañas, elfos y orcos ponen a los héroes en problemas inesperados con resoluciones imposibles, sin dejarles un segundo de respiro, antes de llegar a la gran traca final, el colosal dragón Smaug, cuya imagen no se ha mostrado hasta ahora para alimentar el misterio de su aspecto.
Repiten en el reparto casi todos los actores principales —Martin Freeman como Bilbo, Ian McKellen como Gandalf, Richard Armitage como el enano Thorin Escudo de Roble—, a los que se unen caras nuevas. Destacan Evangeline Lilly como la elfa Tauriel, Luke Evans como el humano Bardo y Benedict Cumberbatch como la imponente voz de Smaug.
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