miércoles, 16 de junio de 2010

Numerosas obras rescatan las vivencias que recuerdan los supervivientes del Holocausto

Primo Levi (1919-1987), testigo de referencia desde que escribió sobre su escalofriante paso por los campos de exterminio en Si esto es un hombre, decía que recordar es un deber. «Si faltase nuestro testimonio, en un futuro no lejano las proezas de la bestialidad nazi, por su propia enormidad, podrían quedar relegadas al mundo de las leyendas. Hablar, por tanto, es preciso». Sus palabras se recogen en Vivir para contar. Escribir tras Auschwitz (Alpha Decay), una de las novedades que este año, en que se cumple el 65º aniversario de la liberación de los campos, engrosan el boom de literatura del Holocausto y en el que no falta la enésima reedición, en versión completa, del Diario de Ana Frank (Plaza&Janés).

Según Levi, «la aportación más consistente para reconstruir la verdad sobre los campos» son «las memorias de los supervivientes». Desafiando su avanzada edad, dos de ellos acaban de visitar España: Shlomo Venezia, que con 86 años, presentó Sonderkommando (RBA) en Madrid en mayo, y Boris Pahor, que a los 96, habló el lunes en Barcelona de Necrópolis (Anagrama / Pagès).

Pahor comparte con Levi el sentimiento de culpabilidad por haber sobrevivido. Pero no es el único rasgo común en la literatura de campos de concentración. También está la necesidad de «contar al mundo lo que sucedió, dejar constancia de la verdad para la historia, para que no vuelva a suceder. 'Si ha ocurrido una vez puede volver a ocurrir', dijo Levi», explica el periodista y doctor en Literatura Javier Sánchez Zapatero, autor del estudio Escribir el horror (Montesinos).

Según este profesor de la Universidad de Salamanca, que ha analizado obras autobiográficas de autores como Levi, Elie Wiesel, Imre Kertész o Jorge Semprún, dos motivos explican la necesidad de las víctimas de no callar. Uno es el deber ético con los que murieron. «Los supervivientes eran la excepción y necesitan ser la voz de los muertos, convertir sus libros en recordatorios de los que no se salvaron», explica el periodista. Otro es «el efecto terapéutico. Escribir sirve de catalizador para asimilar y superar lo vivido», añade. Lo corroboran las palabras de Pahor, que estuvo en varios campos de trabajo: «Quise dar voz a aquellos que no pueden hablar. Pero a la vez me di cuenta de que me servía de coraza personal. Escribirlo fue como una terapia».

Otro ejemplo se halla en Alicia, la historia de mi vida (Alba), la autobiografía recientemente publicada de la polaca judía Alicia Appleman-Jurman, de 80 años. Toda su familia murió y al escribir se vio «obligada a perderlos de nuevo y revivir el duelo». Pero al acabar el libro sintió «algo parecido a salir viva de la sala de cuidados intensivos de un hospital, tras una peligrosa operación».

Sánchez Zapatero opina que «el gran mensaje de estos libros es mostrar lo que el hombre puede llegar a hacer a sus congéneres» y que en los campos «se detectan las raíces del odio y la consideración infrahumana del enemigo, así como la sempiterna presencia de la muerte». Concluye que es difícil comparar los campos nazis con otros, como el gulag o los franceses que también forman parte de su estudio, porque están concebidos como «un sistemático y brutal centro de exterminio».

Entre ellos, Auschwitz fue «el horror absoluto». Allí estuvo Levi y allí escribió su diario la rumana judía Ana Novac, fallecida en París hace dos meses, a los 81 años. Aquellos hermosos días de mi juventud (Destino), publicado originalmente en 1966, es uno de los escasos textos escritos en los campos, de donde ella salió «calva, con 34 kilos de peso, con tuberculosis y otras cuatro o cinco enfermedades mortales». A Novac, escribir le impedía «naufragar entre la masa, en la desventura, en la angustia».

Auschwitz ocupa también los recuerdos del griego judío Shlomo Venezia. Como a David Olère (1902-1985), cuyo testimonio en forma de dibujos se incluye en Sonderkommando, le enviaron a los comandos especiales, que sacaban los cadáveres de las cámaras de gas y los metían en el crematorio. Eran «cómplices de los verdugos a su pesar», afirma Simone Veil en el prólogo. Venezia repite «no teníamos elección» y confiesa que habría preferido ser un preso cualquiera. «Vimos lo peor, el infierno». Él debía cortar el pelo a los cadáveres de las mujeres. A su lado, otro preso les extraía los dientes de oro.

«Es un exterminio físico pero también una aniquilación mental porque son tratados como animales», ¿explica Sánchez Zapatero. «Para los nazis son un puñado de huesos sin nombre ni distintivos, a los que hablan a gritos y golpean».

Sánchez Zapatero alude a la reflexión de Theodor Adorno, «después de Auschwitz no puede haber poesía» para mostrar la dificultad de hallar un lenguaje capaz de expresar y hacer perdurar en la memoria ese drama. También el nobel alemán Günter Grass la retoma en Escribir después de Auschwitz. Discurso de la pérdida (El arco de Ulises, Paidós), que se publica mañana.

Grass, que en sus memorias entonó el mea culpa por su ingreso de joven en las SS, nunca ha eludido reflexionar sobre Alemania y su responsabilidad, como en estos textos de 1990: «la imperiosa concreción de esas fotos, los zapatos, las gafas, los cabellos, los cadáveres se resiste a la abstracción; Auschwitz, aunque se rodee de explicaciones, nunca se podrá entender. (...) «Es una marca a fuego».

Fuente:
El Periódico de Catalunya

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